Mirarse a uno mismo

Jean-Paul Sartre rechazó el Premio Nóbel de Literatura para no “dejarse recuperar por el sistema”.

Su primera novela se titula “La Náusea”, y su protagonista la experimenta constantemente cuando se enfrenta al mundo real y, más aún, cuando se mira al espejo. 

Escribe en su diario:

“Me bastarían quince minutos, estoy seguro, para llegar al supremo hastío de mí mismo”

La cosa gris que aparece en el agujero blanco de su habitación es su rostro, reflejado en el espejo. No se reconoce. No sabe lo que mira, le parece horrendo. 

“…veo una carne insulsa que se expande y palpita con abandono. Sobre todo los ojos, de tan cerca, son horribles. Algo vidrioso, blanco, ciego, bordeado de rojo; como escamas de pescado”

¿Cómo de difícil es volver la mirada sobre uno mismo? ¡Cuánto dolor como resultado del auto-rechazo!

El existencialismo de Sartre es uno de los miles de ejemplos del sufrimiento que conlleva enfrentarse a esa mirada. 

La imagen propia es un barco complicado de navegar. Veamos el espectro: 

A un lado, la auto-indulgencia, el yo no tengo la culpa, la auto-justificación, el qué lo voy a hacer, y en el fondo, el bucle de la reivindicación: mira la pésima mano de cartas que me ha tocado, no es justo, los demás son los responsables de esto. 

Que cambien ellos; yo quizá metí la pata, pero no fue a propósito. La culpa es del sistema, del grupo, de mis padres, de él o ella, de la sociedad, de haber nacido Aries con ascendente Sagitario, o de lo que tú puedas imaginarte.

Y en apoyo de todo ello, la plaga de extremo positivismo ingenuo con la que somos bombardeados; tú lo vales, tú eres perfecto tal y como eres, tú eres especial, tú puedes hacer lo que te de la gana y tratarte como tú desees, porque es tu cuerpo y tu vida y tu verdad. 

Tu castillo, tus reglas. La verdad colectiva u objetiva no existe: la tuya propia sí. 

El “porque-yo-lo-valgo” que insta a ponerse uno mismo en primer lugar sí o sí.

En el otro lado, la mirada del auto-desprecio, del “no soy suficiente”, “todo es mi culpa”, “cómo no me di cuenta antes”, definidos por un ojo que mira desde dentro con desilusión por lo que tiene ante sí, muy alejado de “lo que debe ser” e intolerante a ese distanciamiento. El auto-ataque hiriente.

Me siento mal, me siento hueco, o carenciado, o excesivo, mi carne insulsa se expande y palpita con abandono, no me reconozco y tengo que esforzarme por cambiar, crecer y auto-realizarme. 

Darte cuenta de tus limitaciones, de tus imperfecciones, de tus faltas… supone un importante duelo. 

Jamás seré tan atractivo como Brad Pitt o Angelina Jolie, da exactamente igual lo que haga o lo fuerte que lo desee. 

Parece simple, pero si extrapolamos la frase al resto de inseguridades, abrimos un agujero negro. 

Aceptar limitaciones y fallos, conocerse a uno mismo y aprender a tratarse bien, con un balance satisfactorio entre auto-exigencia y auto- consideración, es tan complejo como imperativo. 

La inmensa tarea de sostener ese sufrimiento, esa tristeza que provoca el mundo, la vida, las experiencias, la propia existencia y sus faltas… siendo honesto con uno mismo, sin desplazar culpa o responsabilidad… y a la vez sin autocomplacencia, sin escapar de la emoción negativa, sin negarla. 

Mirarse y aceptarse… para poder cambiar, qué hermosa y misteriosa paradoja.

¿Cómo doy el primer paso?

Dos ideas; la primera, pidiendo ayuda. La segunda, yendo a terapia y recorriendo ese sendero que eres tú. Iluminando el camino. 

Se hace camino al andar.

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