Érase, una vez, un reino; con su rey, y con su mago sabio de barba blanca. Como todos los reinos. En este en particular, el rey desea ser el más poderoso, el más rico, el más amado. Lo desea todo. Y como siempre, como con cada rey déspota y vanidoso, algo se lo impide, y eso le corroe las entrañas:

Enfrentamiento de poder

El mago, el sabio barbudo, aparte de ser el hombre más querido y respetado del reino, posee el increíble don de ver el futuro, esto al rey no le hace ninguna gracia. No soporta que alguien goce de más poder, de más influencia, de más capacidad. Le envidia, le envidia profundamente, se muere de envidia. Así que se sienta y piensa, y urde, planea, conspira. Convoca una cena, invita a todo el mundo, y decide dar ahí su golpe maestro.

Le pregunta al mago, con la mano en la empuñadura de su espada:

– Tú que dices saber el futuro… ¿Puedes decirme qué día morirás?

Una jugada interesante; si el mago responde que no, entonces se declara como farsante frente a todo el reino. Si responde que sí, el rey piensa decapitarle ahí mismo, demostrando que tampoco era tan buen adivino si acaba muerto.

El mago sonríe.

Moriré exactamente un día antes que el rey.

Maldita sea. La mano se detiene, se aleja de la espada. ¿Qué hacer ahora?

El rey se emparanoia, y decide obligar al mago a permanecer en palacio para asegurarse de que nada le pase. A la mañana siguiente el mago se encuentra perfectamente, pero el rey sigue dubitativo.

-No puede pasarle nada, porque eso significaría morirme yo.

La transformación de la envidia

Pasan los días, y el mago sigue en palacio. El rey le va a ver varias veces al día, con la excusa de pedirle consejo para gobernar el reino, con la verdadera intención de mantenerle vigilado.

Pasan las semanas, y el mago sigue en palacio. El rey se empieza a acostumbrar a las pequeñas entrevistas que comparten. El mago le aconseja, el rey empieza a escuchar.

Pasan los meses, y el mago sigue en palacio. El rey disfruta yendo a verle, sus consejos son muy razonables. La amistad germina, y las cosas en el reino van mejor.

Pasan los años, y el mago sigue en palacio. El rey aprende muchísimo, el rey gobierna de manera sabia y justa, el rey se hace respetar, los súbditos aman a su rey.

El mago y el rey se hacen inseparables amigos; un día, el rey le confiesa su plan inicial, su intención de matarle tantos años atrás. Avergonzado, le ofrece sus más sinceras disculpas.

– Me perdones o me desprecies, deseaba ser honesto contigo, amigo mío.

El mago le sonríe y le abraza.

– A estas alturas lo sabes perfectamente, pero aquel día me inventé la profecía. Morirás cuando tengas que morir, sin ninguna atadura.

El tiempo pasa, el reino florece. Cuando le llega la hora al mago, que fallece mientras duerme, el rey le llora amargamente. Cuenta la leyenda que, por casualidad, o por alguna otra razón quizá, el rey murió exactamente de la misma manera, exactamente veinticuatro horas después.

Los dos yacen enterrados en el jardín real, dos grandes amigos, dos vidas ejemplares. Un buen rey, un hombre sabio.

La envidia, un alambre de espino en el jardín de los sentimientos

El único enemigo, la única barrera: la envidia. Si la envidia tuviera forma, sería la del alambre de espino que se enrosca alrededor de su víctima y la desangra, la asfixia. Es la serpiente de los sentimientos. El envidioso sufre, sufre muchísimo. Porque ha convertido sus deseos en necesidades, y eso le esclaviza. Tiranizado por la necesidad de ser el otro, y la imposibilidad de llegar a serlo, y en consecuencia el impulso de denigrar al poseedor de lo que se carece.

Porque carga con impulsos de destrucción hacia la persona envidiada que pesan sobremanera y le minan el día a día. El dolor del bien ajeno, decía Santo Tomás. En el fondo envidiamos capacidades y talentos que no poseemos o creemos no poseer.

Y desde la envidia, nos alejamos de la posibilidad de conectar con el otro y disfrutar de eso que codiciamos. Y lo peor, nos desconectamos de lo que sí realmente tenemos, incapaces de apreciarlo, desarrollarlo y agradecerlo.

La envidia bloquea nuestra evolución, nuestro crecimiento, impidiendo el natural proceso de destrucción construcción de uno mismo que supone la adecuada elaboración de los duelos en relación con eso que no “es nuestro”.

La envidia nos distancia y nos coloca a las puertas de un cuarto oscuro donde reina la sensación de injusticia.

Yo también quiero

Yo también soy

Yo también puedo

A mí también me corresponde

¿Por qué a mí no?

¿Por qué a mí sí?

La gran destructora de las relaciones personales, nos parece casi imposible controlarla, gestionarla y utilizarla como palanca para la mejora personal. Pero es ese, exactamente ese, el quid de la cuestión. Ir dando pasitos hacia atrás, cerrar la puerta y abrir la de al lado, la de su hermana: la admiración.

Ambas buscan igualar, pero una lo hace mediante la destrucción y la otra mediante el ascenso y el crecimiento personal. La envidia decapita al mago, destruye al reino. La admiración escucha, conversa, hace florecer. De la admiración surge la amistad, el amor, la paz interior. Quizá sea mejor buscarla a ella.

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