ALMACENA, ACUMULA, PERO NO ABANDONES. El duelo

El ser humano llega al mundo con dos tareas. Ni más, ni menos. La de vincularse y la de separarse.
A partir de aquí, se abre un mundo.

El vínculo.

El apego nos permite sobrevivir, nos llena, nos hace sentir parte de algo más grande y bonito que nosotros. Algo que sentimos como nuestro; nuestra relación, nuestra amistad, nuestra pasión…
¿Pero qué es exactamente lo que nos pertenece?
El vínculo.
Con personas, mascotas, cosas, dinero, joyas, libros, trabajo. Con fantasías, planes, deseos, sueños, creencias, esquemas, imágenes, narrativas.
El lento tejer de estos lazos puede ser una experiencia maravillosa. Ahora bien…
Poseer algo implica poder perderlo, y ahí se presenta nuestra segunda gran tarea: la separación.

La separación.

La pérdida se nos presenta como un horrible monstruo, inmenso, con demasiadas extremidades para contar. Invade nuestros sueños, se libera, desaforado, en nuestras pesadillas… Así que, como buen ejemplo de pináculo evolutivo, reaccionamos ante el peligro protegiéndonos y huyendo.
Nos volvemos grandes acumuladores, como si almacenar vínculos fuera un fetiche, una adicción para combatir a la conmoción de la posible pérdida.
Decía Fernando Pessoa: “abandonarnos conmociona.”
Y tenía toda la razón; la separación es enormemente complicada, en todos sus sentidos.
Incluso la pérdida de un futuro imaginario, un camino sin tomar, una opción que no se eligió en su momento.
Pero, nos guste o no, la renuncia es necesaria.
No en vano es una de nuestras tareas; la vida es un infinito ciclo de nacimiento y muerte, por todas partes, en todo momento.
Uno debe saber apegarse, crear y ver nacer vínculos, y también debe dejarlos ir cuando les llega la hora.
Para ilustrar el proceso y demostrar lo necesario que es, hablemos de las fases de duelo, en terapia.

Las 4 fases del duelo

Una persona puede perderse entre cualquiera de estas fases, quedándose atrapado, como en un limbo, en un estanque de arenas movedizas.

1. El aturdimiento

La primera es el aturdimiento, el choque. Se maneja el efecto inmediato, directo, el estado de shock.
Si es aquí donde la vida te atrapa, serás víctima de un duelo traumático, y tu cerebro hará lo posible por no recordar, por disociar las emociones, por hacer como si nada hubiera pasado… aunque el cuerpo y el inconsciente lo sufran, todos los días.

2. La negación y huida

La segunda fase es la de negación y huida.
Evitamos cualquier cosa que nos lleve a asumir esa pérdida, ignoramos el dolor, nos convertimos en expertos arquitectos de excusas, de estrategias evitativas.
Son muchos los que moran aquí, perdidos, entre un densísimo banco de niebla y autoengaño.
El sufrimiento se mantiene: todos los días.

3. La conexión y la integración

La tercera etapa es la de conexión, la de integración. Al haberse desmoronado la estructura que compone parte de nuestro mundo interno, surge la necesidad de otorgar sentido.
Poco a poco vamos procesando y aportamos significado emocional y cognitivo, a la par que vamos disolviendo poco a poco los lazos y el vínculo.
Si no lo conseguimos del todo, si nos estancamos, viviremos en un estado de duelo crónico.
El sufrimiento seguirá presente; imbatible, cotidiano.

4. El crecimiento

La cuarta etapa es de crecimiento. Se destruyen modos de manejo anteriores, esquemas, creencias, escalas de valores… se emerge del proceso con una visión totalmente distinta, a partir de haberlo por fin asumido todo. Aquí no hay parálisis, no hay sufrimiento.

La transformación mejor con ayuda

La elaboración de un duelo es construcción y destrucción, que acaba posibilitando una transformación.
Es más fácil, como todo, cuando se pide ayuda y se hace acompañado: esto es lo que ofrece un buen terapeuta. Ayudarte a soltar, renunciar y abandonar para crecer.
Dejar de sufrir, pintar tu narrativa con un nuevo significado, emerger distinto… y victorioso.

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