
Una señal perdida en el océano
En 1989, los hidrófonos de la Marina de Estados Unidos detectaron un extraño sonido en las aguas del Pacífico Norte. Parecía corresponderse con el patrón de canto de las ballenas azules, aunque estas se comunican en una frecuencia que oscila entre los 10 y los 39 hercios, y la misteriosa señal se elevaba hasta los 52.
Durante algún tiempo se temió la existencia de un nuevo submarino soviético, hasta que pudo demostrarse que el sonido era el canto de una singular ballena. Whalien 52, la llamaron. Pues desde aquel día lleva treinta y cinco años repitiendo esa señal… ¡Y ninguna otra ballena ha podido escucharla! Solo nosotros sabemos de su canto, de la soledad, de una ballena cuya llamada nadie ha respondido jamás.
La vida en otra frecuencia
Resulta tentador imaginarse la vida de Whalien; su existencia pesada, mortecina, gravitando en la oscuridad del océano. La angustia de ver cómo los días y las noches parecen flotar unos sobre otros, indistinguibles y vacíos (esta última frase pertenece al diario de un paciente del centro médico Bromley-By-Bow, en el este de Londres).
En 2025 contamos ya con innumerables estudios y experimentos sociales que nos señalan lo mismo: una creciente epidemia de soledad. Un mapa entero con diferentes soledades se extiende en nuestra sociedad.
El caso de Whalien hace referencia a lo que ahora denominamos soledad sintónica; la sensación de que tratamos de comunicarnos en una frecuencia con la que nadie sintoniza, como una radio antigua medio rota.
Soledad sintónica, digital y emocional
Existe la soledad digital, la pérdida de funciones empáticas por culpa de las pantallas, el nuevo fenómeno que la filósofa Noreena Hertz ha bautizado como BOMP (Belief that Others are More Popular), o la creencia de que los demás son más populares. También está el FOMO (Fear of Missing Out), la angustia de pensar que te estás perdiendo algo importante o significativo.
¿Qué tienen todos estos fenómenos en común? La experiencia de desconexión.
No estamos solos, pero nos sentimos así
Uno puede estar solo, aislado, y sentirse pleno y feliz. Pero si uno se siente desconectado de su misma especie… no hay pastilla, bebida o distracción que pueda eliminar ese malestar.
Con frecuencia nos sentimos desconectados de nuestro trabajo, de nuestras relaciones, de la naturaleza, hasta de nosotros mismos, incluso teniendo personas a nuestro alrededor.
“Conozco gente, pero todos tienen su vida”, he podido escuchar a varias personas.
Y, sin embargo, nadie es una isla. ¿Qué nos está pasando?
Un sistema que promueve la desconexión
Es fácil perderse. Empresas billonarias compiten por cada segundo de tu atención. Se crean algoritmos que prometen distracción pero terminan generando vacío y frustración. Gran parte del sistema laboral es deshumanizante. Vivimos entre cemento y hormigón, y todos estamos tan empeñados en que la felicidad depende únicamente de nosotros mismos (sí, también de uno mismo, pero no solo), que no se nos ocurre mirar alrededor.
Reconectar para sanar
Uno de los tratamientos que se les da a los pacientes internados en Bromley-By-Bow es el de recoger basura y convertir callejones o terrenos abandonados en parques y jardines. Lo hacen en grupo, con ayuda y con plena libertad creativa. Poco a poco, descubren que las personas que tienen al lado, cavando y regando las flores, son muy parecidas a ellos.
La socióloga Brett Ford lo tiene muy claro: la felicidad es social, grupal.
Volver a sentirnos parte
La desconexión, la pérdida de vínculos, de significado, de compromiso: ese es el enemigo.
¿Cómo reconectar?
Paso a paso, y nunca solo. Recobrar la alegría empática incluye necesariamente volver a forjar vínculos con los demás. Encontrarle sentido al día a día incluye establecer relaciones, y no solo con aquellos que están a tu lado, sino contigo.
Necesitamos oscilar entre conectar con los demás y conectar con uno mismo. Con tu tiempo, con tu propio compromiso, con tu historia, y en ella, tus pérdidas, tus soledades además de tus logros y tus goces.
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